Cuando servía de consejero y maestro espiritual,
estuve visitando dos veces por semana a una mujer invadida por el cáncer. Tenía
cuarenta y tantos años y era maestra de escuela. Los médicos le habían
pronosticado apenas unos cuantos meses de vida. Algunas veces pronunciábamos
unas pocas palabras durante esas visitas, pero la mayoría de las veces nos
sentábamos en silencio. Fue así como comenzó a tener los primeros destellos de
su quietud interior, la cual no había aprendido a conocer durante sus años
agitados como educadora.
Sin embargo, un día la encontré desesperada y
enojada. “¿Qué pasó?” le pregunté. No encontraba su anillo de diamante, el cual
tenía un valor monetario y sentimental muy grande, y me dijo que estaba segura
de que lo había robado la mujer que iba a cuidarla durante unas horas todos los
días. Dijo que no entendía cómo alguien podía ser tan cruel y despiadado como para
hacerle eso a ella. Me preguntó si se debía enfrentar a la mujer o si sería
mejor llamar a la policía inmediatamente. Le dije que me era imposible decirle
lo que debía hacer pero le pedí que reflexionara acerca de la importancia que
un anillo, o cualquier otra cosa, podía tener para ella en ese momento de su
vida. “No entiende”, me respondió. “Era el anillo de mi abuela. Lo
usé todos los días hasta que enfermé y se me hincharon las manos. Es más
que un anillo para mí. ¿Cómo podría estar tranquila?”.
La rapidez de su respuesta y el tono airado y
defensivo de su voz me indicaron que todavía no estaba lo suficientemente
anclada en el presente para mirar en su interior y separar su reacción del
evento a fin de observarlos ambos. La ira y la defensividad eran señales de que
el ego hablaba a través de ella. Entonces le dije, “Le haré unas cuantas preguntas,
pero en lugar de responderlas inmediatamente, trate de encontrar las
respuestas en su interior. Haré una pausa breve entre cada una. Cuando le
llegue la respuesta, quizás no llegue en forma de palabras”.
Dijo estar lista para escucharme. Entonces
pregunté:
“¿Se da cuenta de que tendrá que separarse del
anillo en algún momento, quizás muy pronto?
¿Cuánto tiempo más necesita para desprenderse de
él?
¿Perderá algo como persona cuando se desprenda de
él?
¿Acaso ese ser que es usted se ha disminuido a
causa de la pérdida?”
Hubo unos minutos de silencio después de la última
pregunta.
Cuando comenzó a hablar nuevamente sonreía y
parecía sentirse en paz. “Con la última pregunta caí en cuenta de algo
importante. Primero busqué una respuesta en mi mente y lo que oí fue, ‘por
supuesto que te sientes disminuida. Entonces me hice la pregunta nuevamente,
¿acaso esa que soy yo se ha disminuido? pero tratando de sentir en lugar de
pensar la respuesta. Y entonces sentí lo que soy. No había sentido eso antes.
Si logro sentir lo que soy tan fuertemente, entonces esa que soy yo no se ha disminuido
para nada. Todavía lo siento; es una sensación de paz pero muy vívida”. “Esa es
la alegría de Ser”, le dije. “La única manera de sentirla es saliendo de la
mente. El Ser se debe sentir, no se puede pensar. El ego lo desconoce porque
está hecho de pensamiento. El anillo estaba realmente en su mente en forma de
pensamiento, el cual usted confundió con el sentido de lo que Es. Pensó que esa
que usted Es o una parte suya estaba en el anillo”.
“Todo aquello que el ego persigue y a lo cual se
apega son sustitutos del Ser que el ego no puede sentir. Usted puede valorar y
cuidar las cosas pero si siente apego es porque es cosa del ego. Y realmente no
nos apegamos nunca a las cosas sino al pensamiento que incluye las nociones de
‘yo’, ‘mi’ o ‘mío’. Siempre que aceptamos totalmente una pérdida, trascendemos
el ego, y entonces emerge lo que somos, ese Yo Soy que es la conciencia misma”.
Entonces ella dijo, “ahora comprendo algo que dijo Jesús y a lo cual nunca le
había encontrado mucho sentido: ‘Si alguien te pide la camisa, entrégale
también tu capa”. “Así es”, le respondí. “No significa que no debamos cerrar la
puerta. Significa que algunas veces desprenderse de las cosas es un acto mucho
más poderoso que el hecho de defenderlas o de aferrarse a ellas”.
En las últimas semanas de vida su cuerpo se
debilitaba, pero ella se tornó cada vez más radiante, como si una luz brillara
en su interior. Regaló muchos de sus bienes, algunos a la mujer de quien
sospechaba había tomado el anillo, y con cada cosa que entregaba ahondaba su
dicha. Cuando la madre me llamó para anunciarme la noticia de su muerte,
también mencionó que habían encontrado el anillo en el botiquín del baño.
¿Acaso la mujer devolvió el anillo, o había estado ahí todo el tiempo? Nunca lo
sabremos. Pero algo sí sabemos. La vida nos pone en el camino las experiencias
que más
necesitamos para la evolución de nuestra
conciencia. ¿Cómo saber si ésta es la experiencia que usted necesita? Porque es
la experiencia que está viviendo en este momento.
¿Es un error sentirnos orgullosos de lo que
poseemos o resentir a los demás por tener más que nosotros? En lo absoluto. Esa
sensación de orgullo, la necesidad de sobresalir, el aparente fortalecimiento
del saber en virtud del “más” y la mengua en virtud del “menos” no es algo
bueno ni malo: es el ego. El ego no es malo, sencillamente es inconsciente.
Cuando nos damos a la tarea de observar el ego, comenzamos a trascenderlo. No conviene
tomar al ego muy en serio. Cuando detectamos un comportamiento egotista, sonreímos.
A veces hasta reímos. ¿Cómo pudo la humanidad tomarlo en serio durante tanto
tiempo? Por encima de todo, es preciso saber que el ego no es personal, no es
lo que somos. Cuando consideramos que el ego es nuestro problema
personal, es sólo cuestión de más ego.
Eckhart Tolle en “Una Nueva Tierra”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario